El
mutuo respeto, es decir, honrarse el uno al otro,
es uno de los fundamentos para una paz estable y verdadera en el hogar.
Así lo establece como halajá el Rambam en Hiljot
Ishut, cap. 15, decretando que el marido honrará a su mujer
más que a sí mismo y la amará como a sí mismo etc.,
y se dirigirá a ella de forma agradable, sin nerviosismo y sin irritación;
también a la mujer se le ordenó que honre a su marido al máximo
etc., y se aparte de cuanto a él no le guste. Esa es la pauta que siguen
en su vida matrimonial las hijas e hijos de Israel que son santos y puros. Un
comportamiento así hará que su hogar sea agradable y digno de
alabanza.
Todo
ser humano, sea pequeño o grande, tiene rasgos de carácter personales,
virtudes y cualidades espirituales que le son propias. Cada cual sabe todo lo
bueno que ha hecho en la vida, ya sea poco o mucho. También sabe más
o menos cuáles son sus aptitudes y su grado de sabiduría si los
tiene, ya pertenezcan al campo del pensamiento o encuentren su expresión
verbalmente o por escrito. Conoce y suele incluso hablar de ello ante los que
tiene alrededor, a veces con humildad y en ocasiones con algo de exageración.
El que lo escucha no puede menospreciar, negar o destruir todas las cosas buenas
que de él oye; por el contrario, hay que agregarles palabras
de elogio y aliento, a la manera de quien añade jugo al
agua con la que riega una flor con el fin de que ésta crezca y se desarrolle.
Hay que escucharlo con buena cara, para traducir en actos las fuerzas que están
escondidas en él y ayudarlo a desarrollarlas y a aumentarlas.
Si
marido y mujer actúan así el uno con el otro, que perseveren en
ello y entre ambos reinará una armonía verdadera y el hogar gozará
de paz y tranquilidad.
El
negar a una persona sus cualidades interiores y menospreciar sus buenos rasgos
de carácter y sus virtudes es un pecado mayor que robarle propiedades
materiales. Un hurto de dinero se puede evaluar, pero si rompemos y destruimos
la riqueza espiritual de una persona, esa persona dejará de ser la que
era y ya no habrá a quién devolver lo que le arrebatamos.
El
Creador no hace bajar las almas a este mundo sin algún motivo. El ser
humano no pasaría setenta años en el mundo si no tuviera la capacidad,
las facultades espirituales, tanto en buenos rasgos de carácter como
en virtudes, que le ayudarán a atravesar el accidentado camino lleno
de obstáculos que es este mundo. Si el hombre no pudiera distinguir entre
el bien y el mal, no sería castigado por sus acciones.
Cada
cual tiene que tratar con todas sus fuerzas de no echarse a perder a sí
mismo y arrastrar a los demás consigo. Es un comportamiento muy común
en el ser humano tratar de influir sobre los demás para que actúen
como él. Si el hombre sube, el mundo entero se eleva junto
con él; y si baja, también al mundo entero le sucede
lo mismo, no lo permita D-s.
El
decano espiritual de Mir, Rab. Yeruham Halevi, que su mérito
nos proteja, decía que el ser humano se asemeja a una brújula.
La aguja siempre señala al norte, pero un
pequeño movimiento del dedo, puede dirigir la aguja hacia otro lado;
mientras el dedo sujete la aguja, ésta mantendrá esa posición;
pero en cuanto la suelte, volverá por sí misma a señalar
el norte, porque ésa es su dirección natural. Con el hombre sucede
algo parecido. Su aguja, es decir, la raíz de su alma, siempre
apunta hacia la santidad y él, por naturaleza, tiene una inclinación
a hacer el bien y comportarse con temor de D-s; pero en este mundo se enreda
en las trampas que están tendidas y la mala inclinación hace que
la aguja se dirija hacia otra parte. Todo el trabajo que la persona tiene que
hacer en este mundo, consiste en no estropear, en no enredarse, en no cambiar
nada sino, simplemente, apartar de la aguja el dedo que la hace pecar. Si lo
hace así, por sí mismo volverá al lado de la santidad y
de la pureza.
Eso
es lo que toda persona tiene que enseñar a la otra con palabras amables,
con cariño y con paz.
En
una ocasión, me contó el rebe de Vishnitz, rabí
Meir Heger, que viva muchos años, que uno de los grandes admorim
rezaba con gran entusiasmo y ardor. Los ojos de Satán se posaron sobre
él y sobre su forma de rezar y trataba de hacerle fracasar y de enfriar
su entusiasmo. Acudía a él cuando estaba rezando, especialmente
cuando pronunciaba la oración Nismat kol jai y
le enumeraba todos los pecados que había cometido diciéndole:
"¿Cómo te atreves a hacer ruido en los mundos con tu oración
cuando ayer mismo hiciste tal y tal trasgresión?" De esa forma,
intentaba debilitar al tzadik y distraerlo de sus rezos. Pero este último
no se dejaba impresionar por las palabras de Satán y le contestaba con
el pensamiento en plena oración Nishmat: "no te valdrá
de nada; es cierto que ayer pequé, y es posible que también mañana
peque, no lo quiera D-s. Pero ahora estoy en medio de Nishmat. ¡Vete de
aquí inmediatamente!"
El
hombre no tiene que dejar de afanarse por portarse bien, porque previamente
haya cometido una acción mala. Fue creado con dos inclinaciones, la buena
y la mala, y su objetivo principal en el mundo estriba en hacer
que la buena supere a la mala; en ningún caso debe debilitar
a la primera a causa de la segunda.
Todo
ser humano tiene virtudes y defectos, y la influencia exterior a la que está
sometido actúa como un imán que atrae y hace pasar de la potencia
al acto las tendencias internas que hay en él. Si trata con
personas rectas, si sus amigos son buenos, éstos harán brotar
de él lo bueno que hay en su interior. Y si trata con malvados, viceversa.
Por lo tanto, cuando se ayuda a una persona a que salgan a flote sólo
las virtudes escondidas que hay implantadas en su ser, se hace con ella un acto
de suprema misericordia. Y cuando la mala inclinación incita a hacer
exactamente lo contrario, humillando al prójimo, riéndose de él
y haciendo surgir sus defectos, hay que aprovechar justamente para estimular
sus virtudes, favoreciendo de esa manera a él y a los demás.
"Amarás
a tu prójimo como a ti mismo, es un importante principio de la Tora".
Por medio del estudio de la Tora, se llega a querer al prójimo, a alegrarse
con lo que a él le alegra o, D-s no lo quiera, a compartir sus sufrimientos
como si fueran de uno mismo. Al igual que la persona no encuentra que sea motivo
de alabanza alimentarse a sí mismo, comprarse una prenda de vestir o
llevar a cabo otros actos por el estilo, tampoco tiene por qué alabarse
cuando lo hace por los demás. El otro no es alguien extraño
a mí, sino parte de mí mismo.
Si
se conduce de esta manera, los demás nunca le harán sufrir, de
la misma forma que él mismo no se hace sufrir.
Su
mundo se amplificará y ganará en todos los aspectos. Todo esto
es especialmente aplicable a la vida familiar, tal como sugiere el versículo:
"...y serán una sola carne".
Extraído
del libro “Aura Hogareña” con la autorización de su
editor.
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