¿HASTA CUANDO?...
-Pan y cebolla o bife con papas fritas-
“Y los esparciré entre las naciones…” (Vaikra 26,33)
En la perashat Bejukotai, Hashem nos asegura todas las bendiciones si cuidamos los preceptos… y también lo contrario, Jalila, si cometemos pecados. Y la persona que piense, podrá comprobar, que el reproche está dividido en dos partes.
Al principio anuncia, Jalila, sufrimientos muy grandes y muy malos, sobre nuestra propia tierra, pestes, la espada del enemigo haciéndonos guerras, hambre y mucho dolor, Hashem nos guarde, la falta de lluvias se hará visible en lo seco que estarán los campos, epidemias, pero todo, en nuestra tierra…
¿Con todo esto no alcanza? Si volvemos al camino de Hashem, es la señal de que alcanzó todo este castigo, pero, parece que no siempre es así. Por eso, si todas estas advertencias no llegaron a su destinatarios, vendrá la segunda parte, más terrible y más dolorosa…
Y serán esparcidos entre las naciones…, y vivirán en la tierra de vuestros enemigos…, y los que queden con vida, se sumergirán en sus pecados en tierras extrañas, rodeados de enemigos, Jalila.
Y surge la pregunta: ¿por qué todo esto? Todos los castigos podemos recibirlos en nuestra tierra, ¿para qué Hashem necesita esparcirnos entre las naciones?, ¿para qué vivir rodeados de cultos extraños?
Esta pregunta la responde el Maguid Midubna ztz”l, y como es su costumbre, con un ejemplo. Y el ejemplo es tan profundo, y viene tan como anillo al dedo para nosotros y para nuestro tiempo, hasta parece que nos hablara de algo tan conocido…
Se trata de un hombre rico que cumplía el precepto de recibir invitados (Hajnasat Orjim) con una dedicación especial. Lo justo para cada uno, cada invitado recibiría un trato especial. Tenía lo que cada invitado necesitaba y sabía que cada persona tiene un gusto diferente.
Los pobres acostumbraban comer “bulmus”, mucho pan untado con una comida humeante (quién sabe hecha con qué). Si a un pobre le damos rábano, cebolla y pescado salado no habrá persona más feliz y afortunada que él. Y la mesa hay que servirla con simpleza, todo detalle, toda cosa de más que muestre orden o lujo, será un tormento para el pobre.
Los comerciantes ricos que pasaban por la ciudad para realizar diversos negocios, también necesitaban algún lugar para comer y descansar. Y este hombre, que cumplía tan bien el precepto de recibir invitados, también tenía lugar para ellos. Estos comerciantes estaban acostumbrados a manjares especiales, y eran muy meticulosos en la forma en que estaba servida la mesa. Para ellos era común sentarse a comer con una vajilla especial, cubiertos delicados, y dedicar su tiempo para comer con tranquilidad hasta saciar su apetito. Ellos no pueden sentarse a comer junto con invitados “del montón”. O sea, sienten una repulsión a la forma en que come la gente pobre, no pueden ver que una persona coma con las manos, o que se sirva de una fuente de una manera poco delicada. Y si ven que un comensal tiene los dedos manchados con comida, pueden sentirse ofendidos por estar sentados a su lado. En fin, son unos “caballeros” en la mesa y cualquier falta de educación o delicadeza resulta ser despreciable para ellos (en realidad habría que ver cómo se comportan cuando nadie los mira, pero esa es otra historia).
Por su parte, las personas pobres, miran extrañados a los ricos, no entienden para qué necesitan todas esas cosas complementarias para el solo hecho de comer, cuando a ellos les alcanza sin ninguno de esos detalles sobrantes. Los pobres, cuando veían una persona comiendo con tenedor y cuchillo, la comparaban con un hombre sano que camina cojeando usando muletas…
Para conseguir dar el gusto a todos, el dueño de casa dividió su mesa en dos partes. Los invitados adinerados y delicados estarían en un extremo de la mesa, más cerca suyo, allí estaban servidos platos de porcelana de primera, decorados con delicadeza, manteles y servilletas haciendo juego, cuchillos y tenedores de plata, con apliques de oro, y comidas realizadas por un chef de prestigio internacional. Todo relucía, el aroma tan suave, la comida servida de forma que parecía que era mejor fotografiarla, antes que comerla.
Del otro lado de la mesa, varias fuentes desparramadas, una repleta de panes, y a su alrededor varias ollas con diversas comidas para untar sobre el pan. Los pobres tomaban los panes y los sumergían en la comida que más les apetecía, y así saciaban su hambre.
Una vez, el dueño de casa estaba sentado en el extremo de la mesa donde se sentaban los hombres de dinero, como era ya la costumbre, y varios de los invitados lo rodeaban. Entró al salón un hombre que no conocían, vestido con prendas que mostraban honor y jerarquía. El dueño salió a recibirlo, como hacía con todas las personas que llegaban por primera vez, y lo invitó a lavarse las manos (netilat iadaim) y a sentarse a su lado.
El invitado se emocionó de tantos honores, bendijo y comenzó a comer. Vio cómo servían los diversos platos, la variedad de ensaladas, pero también vio lo que ocurría en el otro extremo de la mesa: montañas de panes, fuentes con verduras, ollas humeantes, y los invitados poniendo sus manos en donde podían para servirse de cualquier forma.
De pronto, el nuevo invitado se estiró, y alcanzó a tomar un rábano y una cebolla, y se los puso en la boca.
El dueño de casa le dijo: sírvase, por favor, honorable señor, y si lo desea, siéntese en el otro extremo de la mesa.
El invitado se estremeció, casi se atraganta con la comida que tenía en la boca. Tragó, y preguntó, ofendido: ¿ésta es la forma tan especial y famosa con la que usted recibe a sus invitados? ¿Así se puede faltar el respeto y atentar contra el honor de los invitados? ¿Le parece correcto sacar a un invitado de su lugar y empujarlo hacia el final de la mesa?
No se sienta herido, buen señor, aquí no existe el final de la mesa. Nosotros tenemos dos partes de la mesa, y cuando lo vi pensé que usted gustaba estar de este lado de la mesa. Pero cuando observé que no era así, que a pesar de que los mozos ya le habían servido la comida en su plato y su deseo era comer de las comidas del otro extremo de la mesa, intenté sólo sugerirle, para que no tenga que esforzarse. Ya que usted prefiere las comidas del otro extremo, mejor sentarse cerca para tener todo más a la mano. Así podrá comer con mayor comodidad, sin la necesidad de pararse y estirarse para alcanzar los platos que su corazón desea…
Hasta aquí el ejemplo, y el mensaje se entiende, por lo simple: la tierra de Israel, es nuestra tierra sagrada, consagrada para nuestro pueblo, nuestra herencia. Rabi Iehuda Halevi ztz”l solía decir que el aire de esta tierra es como el aire del alma.
No hay Tora como la Tora que se estudia en la tierra de Israel, y el mismo aire de nuestra tierra nos llena de sabiduría (Baba Batra 158b). La profecía no se presenta en otro lugar, sino sólo en esta tierra (Moed Katan 25a), que es la herencia más adecuada para el pueblo de Israel.
Todo esto está muy lindo, ¿pero cuándo se cumple? Cuando venimos a la tierra de Israel para aprovechar la ventaja que nos da, para expandir la Tora, estudiarla y enseñarla, y para cumplir todos los preceptos, vivir la vida como los iehudim deben vivirla, como nos enseñaron los Avot Hakedoshim, la herencia de nuestros padres, esa tradición que nos inculcaron de generación en generación.
Pero, si habitamos la tierra de Israel y queremos vivir con las costumbres de los demás pueblos, con la cultura de otras creencias, tan vacía de contenido, la cosa cambia. Como vemos que todo un país puede detenerse para ver determinado juego deportivo, o que se llena un estadio con miles de personas para escuchar una canción. Si estamos en la tierra de Israel para vestirnos como lo marca la moda internacional, o si traemos todas las cosas malas que son buenas para los que viven del otro lado del mar…, entonces, ¿qué quieren ustedes aquí?, pregunta Hashem.
Podemos hacer, si lo deseamos, que para nosotros esta tierra, sea una tierra sagrada.
Y con respecto al estar esparcidos entre las naciones, ¿acaso todavía no lo estamos?, ¿acaso todos los iehudim estamos en la tierra de Israel?
Ya lo dijo el Jafetz Jaim, ha pasado mucho tiempo más del que debíamos estar exiliados. Y fuimos desterrados a causa del odio gratuito y de la maledicencia. Para poder ser redimidos, debemos eliminar el Lashon Hara y por sobre todas las cosas, cambiar el odio gratuito por amor gratuito, y así, muy pronto, podremos ver al Mashiaj Tzidkenu, en nuestros días…
Traducido del libro Maian Hashavua.
Leiluy Nishmat
Israel Ben Shloime z”l
Lea (Luisa) Bat Rosa Aleha Hashalom
Iemima Bat Abraham Avinu Aleha Hashalom