El doctor Hoewy Leibovitz, un cardiólogo intervencionista, estaba haciendo su ronda en la sala de emergencias cuando de pronto se escuchó por los parlantes una alerta de “código azul”, una urgencia: una mujer en la cafetería de arriba estaba sufriendo un paro cardiaco.
El doctor Leibovitz corrió hacia allá y encontró a varios doctores ya trabajando en la mujer. Uno de los médicos lo miró y le dijo: “Me temo que es demasiado tarde”.
El doctor Leibovitz se acercó a la mujer e insertó un catéter intravenoso directamente en su corazón para comenzar a suministrarle epinefrina, una sustancia que puede prevenir el avance del coagulo hacia las arterias coronarias.
Luego aplicó descargas de dos grandes desfibriladores en su cuerpo, para enviar un impulso eléctrico al corazón y hacerlo arrancar nuevamente a ritmo normal.
El doctor Leibovitz lo intentó muchas veces, pero no tuvo éxito. No había latido.
Los otros doctores comenzaron a irse de la cafetería, decepcionados de no haber podido salvar la vida de esa mujer. Pero el doctor Leibovitz se rehusó a darse por vencido e intentó una quinta y una sexta vez, y todavía nada.
Cuando estaba a punto de intentar una séptima vez, miró el monitor cardiaco y la delgada y plana línea saltó hacia arriba. ¡Había vida!
—¡Tenemos un latido…! —gritó el doctor Leibovitz con incredulidad. Y siguió trabajando en revivir el corazón y estimular el pulso.
Cuando la condición de la mujer fue medianamente estable, el doctor Leibovitz ordenó que la transfirieran a la unidad de cuidados intensivos, donde sería atendida.
Al día siguiente dieron al doctor Leibovitz la buena noticia de que ella ya podía sentarse en su cama, así que fue a visitarla y a presentarse. Cuando entró a la habitación no sabía qué decir, ni siquiera una palabra. El marido de la mujer, que estaba sentado al lado de su cama, gritó:
—¡Él es! ¡Él te salvó la vida!
Ella comenzó a llorar descontroladamente. Y cuando por fin se tranquilizó, pensó: “¿Qué le digo…? ¿Gracias? Eso es lo que se dice a una persona que te abre la puerta, no a alguien que te ha devuelto la vida. Pero voy a decirle esto: ‘Cuando regrese a casa y vea a mis hijos, voy a recordarlo y a decir: ¡Gracias, doctor Leibovitz!’. La próxima vez que salga con mi esposo o con mis amigas, voy a pensar en usted y diré: ‘¡Gracias, doctor Leibovitz!’. La próxima vez que tenga un cumpleaños, voy a recordarlo y voy a decir: ‘¡Gracias, doctor Leibovitz!’”.
Una hermosa historia…
Los judíos son llamados en hebreo Yehudim, que proviene de Hodaá, “agradecer”.
Vivir con gratitud es la esencia de ser un judío. Vivir con gratitud es mostrar aprecio y agradecimiento por todo lo que tenemos y somos capaces de hacer cada día. Dios ha dado a cada uno de nosotros tanto, empezando por el mayor regalo: ¡el de la vida!
Piensa en todas las bendiciones que tienes en tu vida. ¡Cada uno de nosotros tenemos tanto por lo cual estar agradecidos…!
¿Cómo podemos decir: “Gracias” por todos los regalos que tenemos en nuestra vida? Viviendo en constante estado de gratitud.
Agradecer no es un suceso que ocurra una sola vez. Cada día detente y aprecia el regalo de vida que se te ha entregado y todas tus bendiciones, y recuerda decir: “Gracias, Dios, gracias”.
Eso es lo que significa ser un Yehudí, un judío que da gracias.
Este artículo es una transcripción del video que Rav Yaakov Cohen hizo para Aish: http://www.aishlatino.com/iymj/mj/Como-se-le-puede-agradecer-a-alguien-que-te-salvo-la-vida.html