Rav Baruj Mbazbaz
Actualidad

LA HONESTIDAD

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Ele Pekudé Hamishkán: Estos son los cómputos del Mishkán” (Shemot 38,21).

En la parashá “Terumá”, Di-s ordenó a Moshé la construcción de un Tabernáculo para posar Su Shejiná en él. De esta manera el pueblo de Israel tendría la oportunidad de acercarse más a Di-s.

Fue entonces cuando Moshé transmitió el mensaje de Di-s de pedir a Israel oro, plata y cobre para construir el Tabernáculo.

En esta parashá, terminada la construcción, se nos cuenta que Moshé Rabenu presentó el resumen de total de gastos del Mishkán. Un detalle con las cifras exactas de todo lo que recibió y cuánto se empleó en cada parte del Tabernáculo.

Realmente hay que entender por qué Moshé hizo esto, ya que de hecho no había quien no confiara en su honestidad. La prueba de ello es que una vez terminado el Mishkán, nadie le exigió que rindiera cuentas.

Esta pregunta la formula Rabí Jaim Ben Atar en su comentario Or Hajaim. Y él mismo responde que Moshé sabía en verdad que el pueblo no necesitaba un resumen de cuentas en que comprobar su honestidad. Pero su intención fue hacer las cosas de la manera más transparente posible, a fin de que no se despertara duda alguna, grande o pequeña, sobre su comportamiento. Y acerca de esto está escrito: “Y estarán limpios ante Di-s e Israel” (Bamidbar 32,22).

Esta enseñanza, al parecer tan simple, guarda en realidad un mensaje muy importante para todo Israel. Puede ocurrir que un hombre actúe de manera correcta en lo que respecta a sus obligaciones con Di-s y que al mismo tiempo, ante los ojos de la gente, su comportamiento resulte dudoso. Esto lo invalida automáticamente como líder o ejemplo de cualquier sociedad que aspira al orden. Por eso Moshé actuó como dijimos. Cierto que nadie dudaba de su honestidad, pero tal vez las generaciones futuras podrían llegar a cuestionarse por qué Moshé no rindió cuentas ante el pueblo por los gastos de la construcción del Mishkán.

Esto es fundamental para vivir correctamente en sociedad. Más de una vez nos decimos: “Si estoy obrando dignamente, ¿Por qué entonces me tengo que cuidar del decir de la gente? Además, mi prójimo está obligado por la misma Torá a juzgar a toda persona para bien”. Pero estos dos puntos no se contradicen. Cada uno por su lado debe cumplir con su parte, independientemente de lo que haga el prójimo.

Por un lado yo debo cuidarme de que mis actos no despierten sospechas acerca de mi honestidad, y por el otro, en caso de que yo haya actuado de una manera que puede ser juzgada ya para bien, ya para mal, mi prójimo debe hacerlo del primer modo.

Veamos un ejemplo práctico de este fundamento. El Talmud enseña que quien vive en una casa que posee dos entradas por calles distintas, tiene obligación de encender dos Janukiot, una en cada entrada, para que nadie sospeche de su piedad. Ya que si exigiera sólo una, quien pasase frente a la entrada opuesta podría llegar a pensar que así como en esta entrada no encendió las velas de Januká, tampoco lo hizo en la otra. Vemos que la Halajá no sólo le exige obrar correctamente y encender, sino que le enseña aún a evitar que la gente lo juzgue erróneamente.

Recuerdo que en una disertación, el Rab Nisim Yaguén, z”l contó que en una oportunidad fue a rezar Tefilat Shajrit a las nueve de la mañana, pues el taxi que lo había traído del aeropuerto se descompuso en el camino, impidiéndole llegar al Minián de las seis y media, como acostumbraba. Al entrar al Bet Haknéset, pidió la atención de la gente y les dijo: “El motivo por el cual estoy haciendo Tefilá a esta hora (que para el Rab se consideraba tardía) es por un percance que ocurrió en la ruta, y no me permitió llegar antes a Yerushaláim”. Luego el Rab nos explicó a nosotros que obró de esta manera para que la gente no piense que él acostumbraba a hacer Tefilá a esa hora, y dejen de concurrir al minián más temprano.

Hace siete años, tuve el mérito de estudiar durante varios meses con el Rab losef Srugo, z”l. Son muchas las enseñanzas que aprendí de él durante aquel período. Nosotros comenzábamos a estudiar a las nueve de la mañana. Á pesar de que tenía bastante tiempo de viaje, el Rab nunca se retrasaba, y antes de que el reloj marcase las nueve, él ya estaba allí, estudiando.

Una mañana, el Rab llegó a las nueve y cuarenta. Tan pronto como se acomodó, me dijo: “Disculpa que me retrasé, pero fui a hacerme un análisis de sangre y los enfermeros llegaron tarde. A decir verdad, fui con media hora de anticipación, pero de todas maneras no pude evitar el retraso”. Sintiendo mucha vergüenza de que un Rab tan importante se disculpase tan humildemente ante mí, le dije: “¡Por favor! No es necesario que me aclare nada. Usted es el ejemplo de la responsabilidad, ya que todos los días llega antes que nosotros” . El Rab me respondió: “A pesar de que no tiene nada de malo si uno se retrasó por un motivo de fuerza mayor, igualmente mi obligación es decírtelo para cumplir con lo que dice a Torá: “Y estarán limpios ante Di-s e Israel”.

Ya pasaron muchos años desde aquel momento, pero esta enseñanza quedó grabada en mi corazón, al comprobar el gran efecto que tuvo aquella pequeña aclaración en mi espíritu.

La mayoría de los problemas entre las personas comienzan por malos entendidos, y por la falta de coraje para aclarar las situaciones. Por eso, a pesar de que estemos obrando bien, tenemos que cuidarnos siempre de no dar lugar a quienes nos están mirando que interpreten de manera equivocada nuestras acciones, llevándolos a pensar mal de nosotros.

El libro “Alufenu Mesubalim” cita una historia real que realmente impacta:

El Ketav Sofer - hijo del renombrado Jatam Soferer era uno de los principales rabinos de su generación y en especial de Hungría, su lugar de residencia.

En esa época, un grupo de reformistas presionaba al gobierno húngaro para que le diera la misma importancia que le daba a los ortodoxos, y de esta manera unir los rabinatos. Después de mucho esfuerzo, el Ketav Sofer, logró convencer al gobierno húngaro de lo importante que era para el pueblo judío seguir guiándose según el Shulján Aruj y el Talmud, sin reformar ninguna mitzvá. Al recibir la aceptación del gobierno, todos supieron que el logro del Ketav Sofer fue por mérito de todo lo que luchó su padre en contra de la reforma. Entonces la comunidad decidió organizar un festejo para celebrar aquel apoyo por parte del gobierno. Los Rabinos más importantes de Hungría llegaron a la fiesta, y también los millonarios de la comunidad presenciaron y disfrutaron de la inolvidable reunión. Las comisiones de todas las Sinagogas también se unieron al evento. Hubo muchas disertaciones y cada una reforzaba más las bases de la comunidad húngara.

 El Ketav Sofer vio que el ambiente era ameno y decidió mostrar una moneda que heredó de su padre, perteneciente a los tiempos del Bet Hamikdash, aclarando que era la única moneda de medio Shekel que quedaba de aquella época, y que quería honrar a todos los presentes permitiéndoles que la tengan en sus manos por unos segundos. Comenzaron pues a pasar la moneda de un asiento a otro; y se podía sentir la alegría de quien recibía la moneda y la admiración con que la entregaba a su vecino, por el gran mérito que ello representaba.

Y de pronto se escuchó una voz que preguntó: “¿Dónde está la moneda?”. El silencio fue al principio incómodo; luego insostenible. Todos estaban atónitos. La moneda había desaparecido.

 El Ketav Sofer se levantó para hablar con el público y con una sensación de confusión, dijo: “Estoy seguro de que nadie se guardó la moneda intencionalmente. Pero puede ser que cuando la comparaban con otras, sin querer la guardaron con ellas. Por eso pido que cada quien revise sus bolsillos para ver si la tiene”.

Al ver que el tiempo pasaba y nadie respondía, el Ketav Sofer propuso, con el consentimiento de todos, que cada uno revise a su compañero. Pero un anciano que estaba allí y que había sido alumno de su padre, el Jatam Sofer, se opuso terminantemente a esa propuesta y rogó que esperasen quince minutos antes de empezar a revisarse mutuamente. Transcurridos los quince minutos, el anciano, desesperado, volvió a pedir otro plazo de quince minutos. A pesar de lo sospechoso del pedido, el Ketav Sofer aceptó concederle nuevamente el tiempo requerido. Sabía que ese anciano era un sabio muy importante, además de ser uno de los alumnos preferidos de su padre, y si pedía, algo así, no era en vano.

Al finalizar el plazo, el anciano, con los ojos bañados en lágrimas, le suplicó al Rab que le dé otros quince minutos, El público allí presente ya había comenzado a pensar que seguramente la moneda se encontraba en los bolsillos del anciano, pero el Ketav Sofer aceptó una vez más; y justo en el momento en el que el Rab estaba avisando que se alargaba el plazo nuevamente, entró uno de los mozos que había servido la comida y dijo: “Aquí está la moneda”. Ante la mirada atónita de todos los presentes, el mozo le contó al público que al sacudir los manteles, cayó la moneda al piso, junto con los restos de comida que había en ellos. El alivio entre los invitados fue manifiesto, el ambiente de tensión desapareció; pero enseguida todas las miradas apuntaron al anciano. Entonces éste se levantó y dijo:

Cuando recibí la invitación del Ketav Sofer, sabiendo que participarían de esta reunión rabinos muy importantes y gente muy distinguida de la comunidad, pensé, para darle más importancia al evento, traer una moneda que heredé de mis padres y que también es del tiempo del Bet Hamikdash, Sólo que al ver el entusiasmo con que el Rab expuso la suya, decidí no mostrar la mía, para no arrebatarle la alegría, Pero cuando la moneda desapareció, pensé que todas las explicaciones que podría llegar a dar no serían suficientes, y cada vez que pedía más tiempo, le rogaba a Di-s que no me haga pasar una vergüenza tan grande, pues toda mi intención había sido alegrar al Ketav Sofer y a sus invitados. Gracias a Di-s, mi tefilá fue escuchada y todo terminó de buena manera”.