RASTREANDO “EL DECLINAR” A TRAVES DE LAS EPOCAS
Un principio básico en la perspectiva de la Torá es que las generaciones declinan continuamente, es decir que nuestros ancestros fueron superiores a nosotros. Este principio es conocido como Ieridat Hadorot (el declinar de las generaciones), y postula que toda generación posterior a Adam, el primer hombre, se aleja de la perfección. Adam, quien fue creado por D-os mismo, es considerado el pináculo de la Creación, tanto física como intelectualmente. Su excelso conocimiento abarcaba todos los misterios del universo, y físicamente era el zenit de la grandeza humana. Las generaciones que le siguieron, unas pocas, son descriptas por la Torá Oral como conformadas por hombres de una fuerza sobrehumana e inteligencia poderosa.
Cada generación que vino detrás estuvo en un peldaño más bajo en todo aspecto, físico, intelectual, emocional. Sin embargo, dado que estaban dotados de vastos poderes y habilidades, no lejos de las de Adam (pero canalizadas en direcciones equivocadas), pudieron perpetrar maldades tan monstruosas que tuvieron que ser aniquilados por el Diluvio.
Noaj (Noé), el bueno y justo, vivió en la décima generación después de Adam. Salvado del Diluvio por su probidad, formó el núcleo del nuevo mundo que siguió a la devastación. Encontramos que este gran hombre fue un profeta, a quien D-os a menudo le habló. Las siguientes nueve generaciones después de él, continuaron declinando. La duración de sus vidas se fue acortando, y sus poderes también se fueron restringiendo.
Entonces apareció Abraham Avinu, nuestro Patriarca, lo más grande de su generación, la vigésima a partir de Adam. Empleando sus enormes recursos, se esforzó, con todo entusiasmo, por conocer al Creador. Dada su devoción y la pureza de su corazón, D-os le prometió que sería la base de Su Pueblo Elegido, y le fue concedido conocimiento personal de la Torá. En razón de que Abraham Avinu tuvo acceso al saber y la guía de la Torá antes de que fuera revelada, le fue posible alcanzar la cima de la perfección humana, aunque estuviera menos capacitado que muchos de sus antecesores. Después de Abraham vinieron Itzjak(1), y Iaakob(2); estos tres hombres son considerados una clase en sí mismos, los Abot, los Patriarcas de la nación Judía. Los que habiéndose destacado por su perfección dieron origen a una nación que mereciera recibir la Torá. En toda la historia Judía no hubo quien se les compare.
Un escalón más abajo de los Abot están las doce tribus, los hijos de Iaakob y de Iosef(3). Su grandeza nos resulta tan inconcebible como la inteligencia de Einstein a un chico de cinco años. No podemos imaginarnos doce hijos tan consagrados a servir al Creador, que, aún según los meticulosos standards con los que Él juzga a las grandes personalidades, no cometieron más que un solo pecado grave a lo largo de sus vidas.
Entre las pocas excepciones a la regla de Ieridat Hadorot están Moshé(4) y Aarón(5), quienes vivieron poco después de los 12 hijos de Iaakob, pero que son considerados tan grandes como los Patriarcas. Moshé Raveinu fue el más grande de los profetas que tuvo y tendrá el pueblo Judío, y Aarón es considerado por la Torá como su par en otros aspectos. La gran generación que vivió para ver el Exodo de Egipto alcanzó el punto más alto de la grandeza humana, más allá que cualquier otra a lo largo de la historia, un nivel que no volverá a lograrse hasta la llegada del Mesías. Esa generación presenció los innumerables milagros que pusieran de manifiesto el dominio absoluto que el Creador tiene sobre Su universo, y experimentó la Presencia Divina en un grado sin precedentes. Cada uno, en esta inigualable generación, fue un profeta, merecedor de ser testigo presencial de la revelación que tuvo lugar en el Monte Sinaí, cuando la Torá fue entregada. La ligazón de extremo apego y devoción al Creador duró cuarenta años, en los que fueron sostenidos en forma milagrosa en un desierto yermo, estéril.
El ingreso de los Judíos a la Tierra de Israel marcó el comienzo del período de los Jueces, el que duraría unos trescientos años. A éste le siguió el de los Profetas. Cada una de estas generaciones fue descendiendo un peldaño; aún así su grandeza es inconcebible para nosotros hoy. En el Talmud está registrado que, durante este último período hubo un millón doscientas mil personas que llegaron al nivel de categoría de profeta.
Cuando la era de la profecía llegó a su fin, el organismo llamado "Los Sabios de la Gran Asamblea" fue establecido. Este cuerpo de 120 Sabios, justos y honestos, también incluyó a algunos de los últimos profetas. Tomando en cuenta, tal como ellos lo hicieron, el nivel menguante de las generaciones en términos de fuerza de carácter e intelecto, vieron la necesidad de una acción crucial. En consecuencia, compusieron el texto formal de rezos y sellaron los libros de los Profetas y las Sagradas Escrituras (es decir que nada podía agregárseles a partir de ese momento). Estos libros constituyen una categoría en sí misma, imbuida con conocimiento Divino, a la que ninguna se le puede comparar.
La era de los Tanaím empezó hace unos 2.300 años, culminando en los escritos de la Mishná(6) hace unos 1.800 años. Entre los miles de grandes de esa era hay hombres como Hilel y Shamay, Rabí Akiva, Rabí Eliezer, Rabí Shimón Bar Iojai y Rabí Iehuda Hanasí (Rebi) sobre quienes la Divinidad se posó y fueran capaces de realizar innumerables milagros.
A la de losTanaím siguió la de los Emoraím, hace unos 1750 años y por cerca de 250. Ellos interpretaron en profundidad las concisas enseñanzas de los Tanaím, teniendo el crédito de haber codificado tales interpretaciones y explicaciones, lo que dio por resultado las brillantes fuentes de sabiduría conocidas como el Talmud y los Midrashim(7). Los nombres de los Emoraím están continuamente en los labios de los estudiosos que les siguieron, y por citar están Rava, Rabí Ioajanán, Rish Lakish, Abaye, y otros muchos.
Una estirpe distante de estos gigantes, pero aún inconmensurablemente grandes, contiguos a próximas generaciones, es la de los Ravanán Savuray y los Gueoním, cuya etapa comenzó hace unos 1500 años y finalizó hace unos 1000. Su brillante conocimiento y capacidad les confirió el título de Gaón (Genio), calificativo empleado con moderación en aquellos días. Los más comúnmente conocidos son Rav Jai Gaón, Rav Shrira Gaón, y Raveinu Saadia Gaón.
A cierta distancia de sus predecesores vienen los Rishonim. Aún así, eran tan grandes que cada palabra de sus escritos es analizada por sus complejas significaciones. Su época comenzó cerca de 1000 años atrás con Raveinu Guershón, quien promulgó leyes que fueron, y aún son, universalmente aceptadas entre los Judíos. Entre los Rishonim están, Rashi, Rambám, Raveinu Itzjak Alfasi, Ibn Ezra, Rabí Yehuda Halevi, los Baalei HaTosafot de Francia y Alemania, el Rambán y otros miles. Su período se extendió hasta hace unos 500 años.
La era final de la inquebrantable cadena de la tradición Judía continúa hasta hoy mismo. Este es el período de los Ajaronim (lit.: los últimos) denominados así porque forman parte de las últimas generaciones antes de la venida del Mesías.( Según la Torá hay una fecha tope, dentro de algo menos de 240 años desde nuestro tiempo [2007] antes de la cual debe presentarse.)
La era de los Ajaronim empieza con Rabí Iosef Caro, autor del Shulján Aruj, monumental código de leyes de la Torá. Está universalmente aceptado que la Divinidad guió e inspiró su composición y redacción. La organización y explicación del contenido es asombrosa. Hasta el día de hoy, este clásico compendio legal, junto con los agregados del Ramá(8), es la última palabra en materia de Ley Judía.
El concepto de Ieridat Hadorot no es, solamente, un principio básico de la Torá en el que creemos; es una realidad palpable a la que cada estudiante de Ieshivá(9) tiene que sujetarse.
No es sólo un tema de humildad y reverencia con la que debe conducirse hacia sus predecesores, porque cuando estudia de sus libros siente la diferencia existente entre la comprensión y profundidad de aquellos y la propia. Se da cuenta, cabalmente, de que está tratando de comprender a genios. Puede aún percibir cuán débil de carácter y espíritu es en comparación a aquellas almas ardientes y corazones intrépidos. Cuando estudia las obras y escucha episodios de la vidas del Or Sameaj, del Jafetz Jaim, de Rabí Jaim Brisker, o de Rabí Jaim Oizer Grodzinsky, Zt"l, todos lo cuales vivieron hace unos sesenta u ochenta años, no puede evitar sentir haberse quedado huérfano. Después de que las puertas del tiempo se cerraron a esos grandes hombres, nadie apareció que pudiera, siquiera remotamente, comparárseles. Pertenecen a una estirpe totalmente diferente, mundos distantes de los gigantes de nuestros días. Pero cuando se va para atrás, hacia los trabajos de Rashi, Tosafot y el Rambám, escritos hace unos 900 años y sobre los cuales se confeccionaron decenas de miles de textos para explicar su profundo contenido, la significación de la era del Jafetz Jaim y de sus contemporáneos, súbitamente, mengua. Y cuanto más retrocede, mayor es la brecha que asoma entre lo que somos y lo que ellos fueron. Al lado de las primeras generaciones, la nuestra parece un puñado de puntitos microscópicos.
Viremos ahora hacia el mundo no-Judío. Tal como mencionáramos oportunamente, el concepto de Ieridat Hadorot es igualmente aplicable a aquel. A pesar de esto, el mundo moderno se enorgullece de ser la cúspide de milenios de humanidad. ¿Por qué no ven, (como lo hace la Torá), que tanto nuestras proezas físicas y mentales como nuestra fortaleza de carácter y espíritu, se han reducido en una medida muy grande en relación con las de nuestros predecesores?
Todos los descubrimientos científicos del presente están basados en investigaciones y descubrimientos hechos por personas que vivieron en el distante pasado, en física, química, medicina, matemática, y astronomía. No debemos olvidar que sus hallazgos fueron hechos sin el beneficio de la acumulación de conocimiento de todas las generaciones, careciendo del instrumental y equipamiento moderno, sin bibliotecas científicas ni los medios de comunicación que ponen a disposición los últimos descubrimientos de todas partes del mundo. En los tiempos de antaño, los que pudieron haber tenido interés en fama y riqueza tenían poco estímulo para alcanzarlas por la vía de nuevos descubrimientos, porque el trabajo de investigación debía ser hecho a expensas de un gran sacrificio personal y pobreza. En esos días no había quien proveyera los fondos para empezar. En aquel entonces el mundo no estaba ávido de artículos novedosos, como lo está hoy, y en consecuencia, fama y fortuna no acompañaban al éxito... si es que lo tenían.*
* Dicho sea de paso, que es discutible si nuestro artificial mundo, con su fárrago de innumerables placeres, es realmente más beneficioso para el agotado y sobresaturado hombre moderno que aquel natural, sin sus recursos manoseados, del hombre de antaño. Quizás, como éste se sentía satisfecho con su estilo de vida, se encontraba menos proclive a querer realizar nuevos descubrimientos. En contraste, el hombre moderno vive insatisfecho, sin importar lo que posea, y en consecuencia, busca cambiar permanentemente. Tal como Oscar Wilde definiera, una vez, a la moda: algo tan feo que debe ser cambiado constantemente.
Bajo estas circunstancias, es sorprendente que sociedades de las generaciones anteriores se hayan desarrollado al punto que lo hicieron, en lugar de permanecer estáticas como ciertas culturas de África y Sud-América, hasta el día de hoy.
En contraposición con los descubrimientos originales de la primeras generaciones, los de nuestra época son, en su gran mayoría, la aplicación y combinación de hallazgos científicos previos. Muy pocos son innovaciones en nuevas áreas. Nos fue posible conseguir todo esto tan sólo en virtud de contar con herramientas y equipamiento avanzado, con un vasto caudal de conocimiento a nuestra disposición, la suma total de todas las generaciones pasadas más equipos grandes de investigadores. En realidad, no somos más que un enano sentado en los hombros de un gigante. Sólo porque ahora está una cabeza más alto que éste último es que el campo visual del enano tiene mayor alcance.
El progreso tecnológico de nuestro tiempo se nutre de dos fuertes atractivos, prestigio y riqueza. En los tiempos de antes, a la gente que tenía estas aspiraciones no les interesaban ni la investigación ni los hallazgos, porque lo que innovaran o descubrieran no les reportaban tales beneficios. Solamente hombres que fueran buscadores genuinos de sabiduría y no estuvieran cautivados por atractivos mundanos fueron en busca de aprender los secretos de las leyes de la naturaleza, para entender cómo funciona el universo y el propósito del hombre en éste. Era un mundo que no estaba orientado hacia la tecnología.
Más aún, debemos juzgar los logros de los hombres de antaño teniendo en cuenta su recursos y circunstancias. Por ejemplo, encontramos personas que gobernaron imperios que cubrieron la mayor parte del mundo civilizado. ¿Cómo pudieron controlar áreas tan extensas, en las que habitaban decenas de millones de personas, sin el auxilio de teléfonos, radios, telégrafos o satélites?¿Podría una inteligencia inferior erigir grandes armadas a mano, o embarcarse durante meses, realizando largas travesías, guiándose por medio de instrumental de navegación elemental?¿ Podrían corazones carentes de coraje formar parte de batallas cuerpo a cuerpo usando espadas y lanzas?¿Podrían los generales que dirigieran en el pasado armadas de cientos de miles ser menos sagaces que un general de hoy? Genialidad, fuerza sobrehumana, y fibra tenían que tomar el lugar de los inventos que tenemos a nuestra disposición hoy.
Un tributo a un gran hombre, Rav Yehuda Levobitz de bendita memoria, que puso todo su esfuerzo para publicar millones de libros de estudio de Torá a precio de costo, en varios idiomas, para que sean accesibles a todos.
Un tributo a un gran hombre, que puso todo su esfuerzo para imprimir y publicar millones de libros de estudio de Torá a precio de costo, en varios idiomas, para que sean accesibles y todos puedan estudiar Torá .